lunes, 5 de noviembre de 2018

EL SUFRIMIENTO (P. Antonio Oliver) Vin Cens



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Enseñanzas de Antonio Oliver Montserrat

EL SUFRIMIENTO

El sufrimiento es un misterio. Pero misterio de la presencia de Dios, no de su ausencia.
"Dichosos los que sufren, porque ellos serán consolados", sólo puede afirmarse cuando se ha luchado contra el mal hasta la frontera, y en la lucha se ha descubierto, por experiencia, que el sufrimiento puede ser el nacedero de una bienaventuranza. Apurando la idea, tan propia de Jesús, hay que decir que la actitud cristiana ante el dolor no es la ascesis (hay que soportar el mal; desgraciadamente me ha tocado a mí), es el amor: Dios está aquí llamando a la puerta y ofreciéndome una oportunidad irrepetible.
El símbolo del sufrimiento es la cruz: en la cruz algo muere (a veces una vida entera), pero a la vez la cruz es la cuna para un nuevo nacimiento (a menudo una total resurrección).
Un acto de amor y la visión en el amor parte de una opción de fe: ''No lo entiendo, pero sé que lo que me pasa tiene sentido y que Dios está en ello, y que ello es una presencia de amor de Dios".
Prescindiendo del hecho de que el hombre, por su irresponsabilidad o por su malicia, es muy a menudo el responsable de sus desgracias, no es cristiano partir del principio de que el dolor es un castigo. Ante la desgracia de un ciego, preguntan los discípulos muy seguros: "¿De quién es la culpa -de él o de sus padres- que éste haya nacido ciego?''. Y Jesús corta tajante: "La culpa no es de él ni de sus padres. Es para que en él se manifieste la gloria de Dios". La ceguera era en aquel caso un indicador de la presencia de Dios. Es un misterio, pero misterio de amor.
No es por una triste fatalidad por lo que se sufre, es por amor. Resignarse ante el sufrimiento, o pasarlo como mejor se pueda, no es la actitud acertada ni la que Dios quiere. La actitud cristiana es colocarse de rodillas ante el misterio de Dios que se hace presente y se acerca a la vida de uno, de una manera confiada y esperanzada y entender que está a punto de producirse un milagro. Un milagro que, ante una actitud encogida y resignada, no puede producirse.
Y el milagro es doble:
- A nivel personal: En la tarea de construirse, que es el sentido de la vida del hombre, cooperan, enlazados y dándose la mano, el sufrimiento y la felicidad, el llanto y el gozo, la prosperidad y la adversidad, la vida y la muerte. No hay desgracia, más que la desgracia de no saber aceptar la gracia. La adversidad construye sólidamente. Con solo la felicidad no nos sería posible construirnos. Lo que llamamos o estimamos una desgracia puede constituir la mayor gracia de la vida. Sin lo que hemos sufrido no seríamos lo que somos. Y, rehusando sistemáticamente el sufrimiento, nunca seremos lo que gloriosamente estamos llamados a ser. Sufrir es una oportunidad de crecimiento personal.
- A nivel social: La actitud cristiana y vital ante el dolor, además de cooperar al crecimiento de la persona, forma parte viva y vital de la lucha contra el mal y empuja hacia la victoria final y definitiva. El sufrimiento de Jesús logró ya la victoria sobre el dolor y sobre el mal de nuestra historia. Cada vez que sufriendo nos colocamos a su lado damos un paso hacia la victoria definitiva.
Uno no puede crecer sin empujar hacia el crecimiento y la maduración a toda la humanidad y a la creación entera. El sufrir, no sabe uno -misterio otra vez- qué males ni qué dolores alivia. Más allá de distancias en el tiempo o en el espacio, el dolor sufrido en la esperanza y en el amor es una fuerza primaveral que se desparrama y extiendo por todos los tiempos y por todos los espacios de la historia del hombre y de las cosas. "El hombre y la creación sufren y gimen queriendo ser liberados, mientras engendran una dimensión nueva e insospechada del hombre y de las cosas". Cada vez que con amor se sufre, una ola nueva de gracia recorre el tejido del hombre y de la creación, renovando su sangre y aligerando su caminar hacia la resurrección.
Hay una "comunión de lo santo". Y en ella todo es común. Y todo se reparte como el pan en la mesa familiar y como la vida en la Eucaristía. Uno no puede lanzar un verso a la esperanza, sin que la esperanza se haga presente en un corazón. Lo mismo que uno "no puede tener un buen deseo sin que en algún lugar de la tierra florezca una flor". Y uno no puede adentrarse con amor en el territorio desgarrador de un devastador sufrimiento, sin que en algún rincón ignoto de la historia crezca un palmo más el hombre nuevo.
Nunca sabremos -se necesita la eternidad para descubrirlo- qué maravillas hemos creado al sufrir, ni a qué lejanías hemos alcanzado con nuestros milagros, bendicen y bendecirán, sin conocernos, nuestro nombre, al sentir crecer y subir desde secretas profundidades una ola de felicidad y amor que les enseñará a cantar y a esperar. Y será el milagro del gozo de nuestro sufrimiento. ''Bienaventurados -no desgraciados- los que sufren".

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