EL ARTE DE DECIR ¡ADIÓS!
Vivir es ir despidiéndose. Y cuando en la vida se producen las despedidas, nos nace del corazón, llena de nostalgias y de deseos, una palabra: adiós. Pero cuando la despedida se prevé larga o incierto el reencuentro, entonces el adiós brota de un largo estremecimiento, afloran a los ojos las lágrimas y el tiempo se hace infinito. Y si el adiós se ensaya ante la despedida suprema, en el umbral de la muerte, en aquel momento se nos queda la palabra helada en la boca, suspensa en el aire, y no acertamos siquiera a formularla. Nos quedamos mudos.
Y sin embargo, morir es la suerte soberana del hombre. Es el momento en que el hombre da por primera vez su talla; el instante en el que todas las fuerzas y experiencia de la vida se dan cita y se juntan para dar sentido final a toda una existencia; la altura de la trascendental lucidez en la que el hombre sabe quién es él y, por primera vez, es capaz de impartir una lección que queda para siempre en el patrimonio de la humanidad. Es en ese momento en que, de pronto, las palabras se muestran inservibles y se nos hiela en los labios el adiós de la despedida.
Y es bueno que sienta uno que las palabras no sirven. Es que en verdad no sirven. Morir no es un problema, es un misterio. Un problema es algo que puede resolverse. El misterio forma parte del infinito, de Dios. Y ante el misterio la postura pertinente es el silencio. La muerte acaece en las profundidades del hombre; en aquel mismo lugar donde uno es el que es, y en el que nadie es igual a otro. La muerte de otro puede ser descrita, pero no vista ni compartida. La muerte sucede a años luz de distancia de los seres más cercanos y queridos. Así y todo, la muerte sobrecoge, anonada y desarna siempre.
Pero, por otro lado, los que tenemos gestos y palabras precisos para acompañar a nuestros semejantes en los momentos de la vida, anodinos o cruciales: el nacimiento y el dolor, la enfermedad y la salud, la fiesta y la soledad, la amistad y la traición, tenemos también la posibilidad, y el deber, de acompañarlos en el camino que los acerca al umbral de la eternidad. Cuando las palabras faltan, ante el misterio que se acerca y se abre nos queda el más elocuente de los gestos, el amor. A un hermano que se acerca a su meta no se le acompaña ya con palabras, que se quedan atrás como juguetes rotos; sólo el amor puede seguir a su lado.
Y es por eso que, cuando más se avanza en el camino, más se siente que fallan las palabras de siempre, hasta que en momentos del supremo dolor de la despedida definitiva llegan a sonar casi a profanación. A quien no acepta la grandeza de la muerte no le quedan más que dos soluciones: o seguir mascullando palabras muertas o abandonar en la niebla del misterio al que se va. Es lo que ha hecho durante siglos nuestra sociedad. Como familiares o como amigos nos hemos dado la mano y hemos intercambiados palabras a lo largo de todos los avatares de la vida. Pero cuando se hace cercana o inevitable la muerte, es decir, el momento más vital de toda la vida de nuestro ser querido, nos hemos dado cuenta con horror de que allí ya no teníamos nada que hacer, que ya no podíamos hacer nada. Y hemos abandonado. Los ancianos y los desahuciados son marginados fuera de la familia, en asilos y hospitales, como contagiosos heridos por la mano de Dios. No podemos contemplar el largo gesto de una vida que se apaga. Y sin embargo, una sociedad que no es capaz de mirar de cara a la muerte, está ella condenada a muerte; y el hombre que no soporta enfrentarse con la muerte, es que ya es presa de ella, pues lleva muerte en sí lo que es la explicación de toda la vida del hombre.
En efecto, morir no es más que alcanzar para siempre lo que se ha deseado a lo largo de la vida entera. Morir es el acto vital supremo del hombre. Y el hombre puede y debe lograr que en el morir concurran los esfuerzos de toda la vida haciendo de la muerte la suprema y definitiva opción. El hombre tiene el privilegio de ser el autor de su biografía, y el acto más propio y personal de la biografía del hombre es su muerte.
En la muerte se juega todo el sentido de una vida, y los humanos decimos a lo largo de toda nuestra vida lo que queremos que nuestra muerte sea. Es privilegio del hombre la facultad de lograr hacer de la muerte un acto supremamente humano y soberanamente vital; hacer que la muerte sea el acto más libre alcanzado y ejercido desde cada opción de la vida; el hombre puede hacer de la muerte el fruto y la cosecha de toda su vida, el ejercicio pleno de su libertad. El hombre es un finito con sed insaciable de infinito; cuando el infinito torrencialmente llega, el vaso finito no puede contener la catarata, y se rompe. No se rompe, en el vacío o en la nada; se rompe porque se logra en la infinitud que era la meta de toda su vida: cuando lo inmortal se hace presente, lo mortal desaparece.
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