miércoles, 21 de noviembre de 2018

EL ÉXITO DEL FRACASO (P. Antonio Oliver Montserrat) Vin Cens

EL ÉXITO DEL FRACASO
La conclusión que Jesús ha sacado de su paso por la Tierra y de la experiencia del mal es tan sorprendente como sobrecogedora, recogida por el P. Rahner. Después que Cristo pasó por todos los hoyos profundos del mal y experimentó lo que es la enemistad y la traición en Judas, lo que es la desbandada de los amigos, lo que es el fracaso de una vida entera, lo que es el desdoro de una misión, de una predicación, lo que es el triunfo de los enemigos y lo que es el abandono de Dios, después de estos pozos negros y profundos, lo que hace Cristo es pronunciar una palabra tremendamente experiencial: "Abbá", -"Padre mío". Ha descubierto que Dios es su padre.
Digamos pues, que sólo los que han tocado con su mano o con su vida las profundidades del mal, saben Io que significa decir que Dios no es Dios, ni el juez, ni nada, sino Padre. Para llegar a llamar a Dios Padre se ha tenido que experimentar el mal en came viva. Péguy, que pensaba bien, solía decir: "sólo el pecador está autorizado para hablar de Dios". Esto es típicamente cristiano. El que ha estado entre los enemigos, en las fronteras del mal, cuando vuelve puede hablar de Dios; los que siempre han estado en el bien y no conocen el mal no pueden hablar de Dios. Cristo lo sabía tan perfectamente que llegó a decir: "Cuando os persigan y os maldigan en nombre mío, alegraos y exultad, que vuestro nombre está en el cielo". Es decir, cuando el mal se ensañe con vosotros, debéis cantar porque el triunfo está al alcance de la mano.
Por tanto, la experiencia del mal: daño más daño, dolor más dolor, fracaso más fracaso lleva al éxito; en cambio, triunfo más triunfo forma un conjunto vacío, no conduce a nada. Desde esas profundidades hay que preguntarse: -¿Entonces, en qué quedamos?, ¿el bien no es bueno, y el mal resulta ser siempre un bien? Esto es lo que quiero decir, y hay que cambiar el paradigma, y es Io que dice San Pablo en la carta a los Romanos, 8,18 y en la carta a los Corintios, 4, 7-11; 5,1-8.
Los textos dicen así: ¡Sostengo que los sufrimientos de este tiempo presente son cosa de nada...", -mira si es cristiano San Pablo que no niega que haya sufrimientos- "...comparados con la gloria que va a revelarse en nosotros" (Rom. 8118). Hasta aquí no ha dicho nada, sólo una pequeña vivencia: los sufrimientos de esta vida presente no son nada comparados con el bien que nos espera. Primera afirmación. "De hecho, la humanidad, -lo humano- otea impaciente, aguardando que se le revele el ser hijos de Dios". Somos hijos de Dios, pero aún no sabemos lo que significa. Viendo que esta carne es un lugar de la revelación de Dios en su lucha contra el mal, estamos impacientes y nos preguntamos: ¿pero cuándo llegaremos a saber quién somos de verdad?
Dios lucha contra el mal en nosotros, no en palestras filosóficas o teológicas, sino en la existencia de cada uno. "Porque aun sometida al fracaso, -supongamos que la aventura humana fracasara-, esta misma humanidad abriga una esperanza que se ve liberada de la esclavitud a la decadencia". Estamos encadenados a la decadencia, -lo decía también Henry Levi- para alcanzar la libertad y la gloria de los hijos de Dios. Aquí ya ha dado un paso más San Pablo: el estar encadenados al dolor que nos come es un camino para alcanzar la libertad y la gloria de los hijos de Dios. O sea, que alcanzaremos la gloria de los hijos de Dios gracias a haber estado condenados a la decadencia. Yo estoy condenado a ver que mi cuerpo se desmorona día a día, año a año, y al final acaba en el fracaso de la fosa. Pues aquí es donde vencerás al mal y donde sabrás lo que es ser hijo de Dios. Si alguien te evitara el mal de envejecer, de la decadencia, no descubrirías tu dignidad. ¿El mal que padecemos y sufrimos en esta vida es mal o es bien?
"Sabemos que hasta el presente, la humanidad entera sigue lanzando un gemido universal de dolor de parto". Estamos engendrando no un ser diferente, sino a nosotros mismos desde el dolor. Y así como no hay parto sin dolor (aunque dicen que lo hay), este parto de uno mismo, -somos tarea de nosotros mismos-, se hace siempre con dolor, y si no hay dolor no hay parto. El gran murmullo que sube de las olas de la humanidad, que fue, que es y que será, es un gran murmullo de dolor de parto; incluso nosotros, los que poseemos las primicias del espíritu -se refiere a los cristianos-, los que sabemos estas cosas por revelación del espíritu, gemimos en lo íntimo a la espera de la plena condición de los hijos de Dios, es decir, del rescate de nuestro ser. Nuestro ser está esclavizado y se rescata con las cadenas de este desmoronamiento progresivo o esta corrosión constante, que es la vida. "Pues con esta esperanza nos salvaron". Ya tenemos, pues, que la humanidad sufre, porque se engendra a sí misma y porque sólo desde el dolor vamos descubriendo cuál es la verdadera dignidad de los hijos de Dios.
La fuerza de Dios en nosotros
En la 2ª carta a los Corintios, capítulo 40, versículos 7-11 y 16-17, dice San Pablo: "Este tesoro... -el de nuestra filiación divina- lo llevamos en vasija de barro... -esta maravilla de ser hijos de Dios, que se nos revelará, la llevamos metida en un vaso de barro que se va rompiendo, y como le toque un poco de agua se deshace- ...es nuestro cuerpo mortal". La came es un vaso de barro y el agua, la erosión, se lo va comiendo, como pasto del dolor, "para que se vea que esta fuerza tan extraordinaria -la de enfrentamos con el mal- es de Dios y no de nosotros".
Y añade algo que parece propio de los primeros siglos, pero también nos pertenece a los cristianos de hoy: "Nos aprietan por todos lados", -he aquí el dolor-, pero no llegan a aplastarnos, -he aquí el triunfo-; gestamos apurados,-el dolor- pero no desesperados; estamos acosados" -dolor-, "pero no abandonados", -esperanza; "nos derriban, pero no nos rematan, llevamos continuamente en nuestro cuerpo el suplicio de la vida de Jesús, para que también su vida sea transparente en nuestro cuerpo". Sólo el que ha sufrido es transparente: ''...a nosotros, que tenemos la vida, continuamente nos entregan a la muerte. No nos acobardamos, no, porque aunque lo exterior va decayendo, lo interior se renueva cada día". ¿Ven cómo en el centro del dolor el exterior va decayendo? Como la bujía en una lámpara, la luz aumenta en el interior. Luego el dolor es una presencia y una revelación de Dios que hace que tú crezcas por dentro del dolor, aunque lo exterior vaya decayendo cada día.
En la carta a los Romanos, capítulo 8, que he citado antes podemos ver cómo nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos producirán una riqueza eterna, una gloria que las sobrepasa desmesuradamente... si no ponemos la mirada en lo que se ve, sino en lo que no se ve. "Una esperanza que ya se ve no es esperanza; pues si ya lo ve uno ¿a qué esperado?" (v.24). Lo que se ve es el dolor, Io que no se ve es lo que se revela en el dolor, porque lo que se ve es transitorio y lo que no se ve es etemo. Lo que sabemos los cristianos es que si nuestro albergue terrestre, esta tienda de campaña que es la carne -esto es helenismo- se derrumba, tenemos un edificio hecho por Dios, un albergue en el cielo, no construido por hombres. Y por eso suspiramos y gemimos, como dice San Pablo, con el anhelo de vestirnos la morada que viene del cielo, y creemos que al quitarnos ésta -dolor- no quedaremos desnudos. Esto Io hace el sufrimiento: que lo mortal se vuelva inmortal, se hace en el dolor del parto de lo mortal sobre lo inmortal.
Sabiendo, como digo, que todo cuanto he expuesto no cura a nadie de las embestidas del dolor, del sufrimiento y del mal, pero sí que pone al cristiano en una tesitura especial: hay que enfrentarse con el mal, no basta con aceptarlo resignadamente. Al enfrentarse con el mal, Dios se revela siempre. Más aún, cuanto más profundo sea el mal, cuando más dolor produzca, más se revela Dios; cuanto mayor es el dolor del parto, mejor es lo que engendramos, que es el ser de cada uno de nosotros. Cuando el mal llega al extremo de hacemos creer que perdemos la lucha en él, es cuando le vencemos. La muerte de Cristo es la gran victoria de la carne humana sobre la mortalidad. Esto mortal que arrastramos está engendrando, en dolor, lo inmortal que esperamos.

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