sábado, 13 de abril de 2019

EL SUFRIMIENTO ES EL CAMINO DE DIOS (P. Antonio Oliver Montserrat) Vin Cens

EL SUFRIMIENTO ES EL CAMINO DE DIOS
Cristo nos ha dicho que Él sufre en todos los que sufren, y que ha sido enviado a redimir a todos los que padecen: los pobres, los desamparados, los desvalidos, los desechados, los pequeños de este mundo. ¿Recuerdan la palabra "tapeinós''? Lo pequeño, en el Evangelio, es Io preferido de Dios. Cristo ha sido enviado a lo pequeño, a lo encogido. Cuando el dolor te arruga y te encoge, a ese encogimiento tuyo ha sido enviado Cristo. Claro que también lo ha sido para las cosas grandes, pero no debemos olvidar que, como todo lo humano es dual, aunque yo pueda llegar a una altura humana considerable, esa altura también está llena de lagunas y pequeñeces; casi todos somos grandes por algún lado, pero pequeños por otros mil. A todos ha llegado Cristo. Ni siquiera podemos decir que Cristo no ha venido a lo que yo tengo de santo, porque aún me quedan agujeros que salvar. Es como el queso, aunque esté entero siempre tiene agujeros. Cristo ha venido a liberar a los que sufren, pero sobre todo a las zonas sufrientes de cada uno.
Por eso, si yo soy feliz por algún lado de mi existencia, posiblemente Dios esté ahí también, no hay que desecharlo; pero Cristo ha sido enviado sobre todo a ese lado de mi existencia en el que la maldigo. Aunque toda la humanidad fuera totalmente feliz seguiría necesitando a Cristo, al menos para saber dar gracias a Dios, pero sobre todo le necesitamos por donde es infeliz, pues por donde las cosas van mal es por donde Dios llega a nosotros. El sufrimiento tiene explicación y sentido en Cristo, porque él es el camino hacia Dios.
El "logos" de Dios se encarna en el dolor de la vida
Nos vale el ejemplo de la lección de Navidad: Cristo, que es el "logos" de Dios, la palabra que Dios dice al hombre, pudo haberse encamado en el emperador de Roma, habría sido grande, el amo del imperio romano; o habría podido encarnarse en un hombre logrado, como tantos cristianos creen, pero nació niño y se metió en el cuerpecín de un pequeñajo... Este es el detalle: vino y eligió lo más inpreparado del mundo al nacer, un niño, necesitado de otro ser humano de lo más débil, una mujer. Dios se mete en la existencia como un idiota perdido, como todos los niños, necesitando todos los cuidados de su madre, pero también expuesto a que ella le dejara tiritando de frío durante tres o cuatro horas y morir totalmente desvalido e incluso a merced de que hasta se lo pueda llevar un perro.
Así viene Dios al hombre. ¿Por qué no escogió la encarnación en un hombre de 50 años, pleno de vida, estoico, sereno, sabio, o con el timón del mundo en la mano, como Julio César o como cualquier emperador romano? ¿Por qué prefirió empezar por ser desvalido? Esto quiere decir que el hombre, cuanto más niño es, más cerca de Dios está, dado que él no necesita grandezas humanas para arreglar el mundo ni para escurrir el dolor; le basta la disponibilidad, que siempre es pequeña, que justamente es la actitud de la creación y del hombre que sufre. Este hijo del hombre e Hijo de Dios nos va a decir con su vida: "Lo que hagáis a cualquiera de mis pequeños, a mí me lo hacéis". Desde entonces, un beso o una bofetada a uno de los más pequeños es un beso o una bofetada a Dios.
Cuando dice el evangelista que Dios se encarna como el "logos" divino en la vida humana, perecedera y mortal, y en el agujero del dolor o de la insuficiencia de cualquier hombre, está diciendo que estamos en el tiempo de la creación en marcha, de la encarnación, y este tiempo no se explica desde la existencia temporal, sino desde el punto Omega y final de la creación, desde la resurrección, desde la Pascua.
...y la explicación de la vida es la resurrección de Cristo.
Ningún evangelista tomó apuntes nunca en la vida de Cristo. Los evangelistas empezaron a escribir en el año 70, 40 años después de la muerte de Cristo, y es que solamente se dieron cuenta de la maravilla que era este Hombre-Dios cuando ya se había ido, cuando había resucitado. La explicación de la vida de Cristo es su resurrección. A Cristo se le entiende desde su final, no antes -esto lo saben los existencialistas, y al mundo se le entiende desde la consumación final, no antes. Luego cuando sepamos quienes somos nosotros, qué es el mundo y qué sentido constructivo tiene el dolor en el hombre y en el mundo, será en la contestación del final de los tiempos, no antes. El único enfoque posible y total de la existencia humana y del ser de la creación se logra desde la consumación. Vamos a leer el Juicio Final de San Mateo.
San Mateo, en el capítulo 25, monta una tramoya de auto sacramental, en el que él mismo no cree pero, para dar una lección a los judíos sobre cómo será el fin de los tiempos, les cuenta una parábola sobre el día del Juicio Final. Como los judíos pensaban que el Juicio Final lo hará el mismo Dios, el Creador del mundo, para sorpresa de ellos y de ciertos cristianos de hoy, San Mateo comienza diciendo: -Allá, al final de los tiempos, todas las naciones del universo se sentarán en el valle de Josafat, para escuchar el veredicto del Juez, y cuando todos estén reunidos aparecerá... ¿quién?, ¿el Dios creador...? iNo! San Mateo dice: -Cuando todos estén convocados para el juicio... "entonces aparecerá el Hijo del Hombre". Ya destrozó el Juicio Final que esperaban los judíos. Será "el hijo del Hombre" quien juzgará. Por tanto, la medida, el metro con el que seremos medidos, es el hijo del Hombre, no el Dios Creador del Universo, ni siquiera el Padre. La carne de Dios, Dios encamado, el Hijo, el Hombre será el que nos juzgue.
El juicio final de San Mateo
No hay pues Juicio Final del último día. Pero San Mateo tiene una intención al poner como juez al hijo del Hombre. Y ahora viene la pregunta fundamental y magistral del evangelista: ¿Y cómo nos juzgará?, ¿en qué consistirá el examen que va a hacer ese hijo del Hombre para ver si pasas o no? Muy judaicamente, San Mateo divide por la mitad el Juicio Final y dice que habrá derecha e izquierda, como en política. Y una vez que estemos allí, el hijo del Hombre planteará una cuestión que repite cuatro veces: "Tuve hambre... ¡Ya hay un miserable en marcha! ¿Por qué no plantear, curiosamente, que estaba haciendo un viaje en avión y...? No, eso no vale. El espectáculo tiene otro matiz. ¿Nos damos cuenta lo que significa que el hijo del Hombre tuvo hambre? ¿que Dios tuviera hambre? He aquí cómo aparece el dolor en el Juicio Final, donde la vida del hombre adquiere su dimensión única y real. A Dios encarnado no se le ocurre otra cosa que poner a la humanidad, al hombre que sufre ante él precisando: "Yo tuve hambre, ¿me diste de comer?, porque lo que haces con los que tienen hambre me lo haces a mí". Y la misma pregunta: "Tuve sed, ¿me diste de beber? Estaba en la cárcel, ¿fuiste a verme? Estaba desnudo, ¿me echaste un capote encima?. Si la contestación es sí, a la derecha, si es no, a la izquierda. No hay más.
Lo sorprendente es que San Mateo, como de propina, pero muy acertadamente, añade: -Y entonces los de la izquierda levantarán la mano y dirán: "Señor, ¿y cuándo te vimos hambriento y no te dimos? ¡Valiente idiotez!, éste no sabía nada de nada, éste no sabía ni siquiera que cuando hay un hambriento es Dios quien pasa hambre. "Señor, ¿y cuándo te vimos sediento y no te dimos de beber?" Y el Señor contestará: "Lo que no hicisteis con mis pequeños, conmigo no lo hicisteis". Otra vez mis pequeños, con los grandes no. Y el de la izquierda volverá a insistir, levantando la mano: "¿Cuándo te vi yo así?" Porque verte de verdad fue cuando predicabas en las plazas: "Nosotros somos los que hemos comido y bebido contigo". ¿Ustedes se figuraban que el de la izquierda fuera un japonés que no conocía la religión cristiana, pero que comió y bebió con el Señor en la Eucaristía? O sea, que San Mateo se está refiriendo a los cristianos que no lo eran y a lo mejor hasta fueron capaces de curar a otros milagrosamente...
San Mateo es malísimo, porque se toma las cosas muy en serio. Esta comedia o este auto sacramental que monta está perfectamente estudiado para su auditorio: judíos convertidos, contemporáneos de Cristo, con mucha información judaica y hasta nosotros, con mucha formación cristiana. San Mateo quiere desmontar el tinglado y llevar al judío al corralillo pequeño y muy estrecho de lo que es esencialmente cristiano. Y lo esencial aparece desde la proyección de la eternidad. El juicio se hace con la pregunta: "¿me diste de comer cuando tuve hambre?" Parece que San Mateo no sabe nada de ir a misa los domingos. Ser bautizado, comulgar o ir a misa no vale nada cuando no se es capaz de ver el dolor, al pasar de largo ante él. Y por si alguno todavía no se había enterado, ahora dice lo mismo de otra manera, porque siempre hay algún chulo que levanta la mano y dice: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento...?" Cristo le contestará: Los que pasaban hambre y frío, los que estaban en la cárcel..., cualquiera de estos que visteis era yo mismo. Y Cristo sigue insistiendo: "Lo que no hicisteis con los pequeños, dejasteis de hacerlo conmigo;¡id al fuego, malditos!" Lo del fuego eterno también es muy judío y lo dejamos por ahora.
Esta es la proyección que tiene el dolor en la eternidad, presentada desde el Juicio Final. El cristianismo ha de ver toda la realidad en función de si la vida humana, que es el hombre, camina o no hacia eso que llamamos consumación, ha de contemplar su vida desde el Final.
El final ilumina la existencia
Es lo que vamos a intentar ahora en unas palabras más fáciles, porque si retenemos lo que hemos dicho ahora, ya tenemos elementos suficientes para trabajar. Recordemos el esquema de la visión de la teología cristiana: el primer momento, el Nº 1 corresponde a la puesta en marcha de la creación, de la historia; el segundo, el Nº 2 a la encarnación, a la historia ya en marcha, y la salvación o consumación es el Nº 3. Y decíamos que estos tres momentos son solidarios, están entrelazados y uno implica y necesita del otro.
Evidentemente, no se da encarnación sin creación, pues ¿dónde se iba a encarnar el Hijo de Dios? Ni se da, ni se habría dado la encarnación de Dios si no es para la consumación, la santificación o la salvación. No se pueden separar estas tres etapas. Son tres etapas de la vida con un solo sentido, en una sola dirección; como no se pueden separar las etapas de la vida de un hombre: la madurez no tiene sentido sin juventud y ésta no se explica sin infancia. La visión que tienen muchos cristianos es que una vez que Dios creó, se retiró a descansar, jadeando por el esfuerzo, y se olvidó del asunto. Pero como el hombre iba por la vida como un pillín, haciendo truhanadas, al final Dios se despierta y dice: -Esto va muy mal, vamos a ver si mandamos ahí a un zapatero que remiende las cosas. Y manda a su Hijo a encarnarse para remendar el roto que el hombre había hecho en la creación, y después vuelve a desaparecer. Y después de la encarnación, una vez que se ha ido, algunos hombres se salvan y otros se pierden, y Dios sigue "roncando" ahí amiba. Esta visión es horrible y nada tiene que ver con el cristianismo. Yo diría incluso que es una visión pre-pagana, porque ni los paganos antes de Cristo pensaban de esa manera.
Todo esto es una realidad, una misma realidad explicada en tres etapas, como la vida de un hombre en la infancia, juventud y madurez. La creación se hizo para la encarnación: "En Él, por Él y para Él se hicieron todas las cosas, y sin Él, sin la encarnación, no se hizo nada de cuanto se hizo". Luego toda la creación se puso en marcha caminando hacia la encarnación, y Cristo hubiese venido exactamente igual aunque el hombre no hubiera pecado. La creación camina hacia su plenitud en la encarnación y ésta tampoco es terminal, se va logrando en la medida en que las gentes se salvan. Luego si la gente se pierde, la encarnación no se logra, y si la encarnación no se logra, la creación tampoco, se queda huérfana, a la expectativa, espantada, pasmada y diciendo: ¿Y qué hago yo aquí haciendo el ridículo? Esto es lo que dice el patán de abajo: ¿por qué me han puesto aquí sin pedirme permiso y luego me llevan donde les parece? La creación está aquí para que llegue la encarnación, por eso sin Cristo, que venía, no se hizo nada de cuanto se hizo. Todo lo que se hizo se hizo para Él, y Él vino para que nosotros encontráramos la salvación. Luego el cogollo de la creación es la salvación. Sólo desde el final, se ve el sentido de la vida del hombre.

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miércoles, 10 de abril de 2019

EL TRIUNFO SOBRE EL DOLOR (P. Antonio Oliver Montserrat) Vin Cens

EL TRIUNFO SOBRE EL DOLOR
Cristo, Palabra de Dios entre nosotros, topa con el dolor en su vida humana, lo toma en serio y nos previene, cuando llega la tentación, de las soluciones fáciles; las tres grandes tentaciones le sacudieron el alma, pero él las venció. Y además de esas tres tentaciones, Cristo sufrió la continua tentación de los fariseos, que le hicieron la vida imposible; la de sus familiares y amigos, que no aceptaban que ese muchacho, hijo de José y María, dijera cuatro palabras coherentes y, al final, la de sus mismos discípulos, que no aceptaban un mensaje que acaba en la muerte, y la muerte en cruz.
El dolor cierra horizontes
Dicho esto damos un paso más. Pretendemos con la lección de hoy referirnos a la creación, una creación que nos va a llevar desde lo periférico a Io nuclear y ahí nos encontramos con el dolor y desde el dolor, pasando por él, caminar hacia la consumación escatológica de toda la realidad. Para ello vamos a usar los textos de San Pablo. Sabemos que todo lo que sucede en la creación sucede en profecía y en promesa, y a través del dolor. Pero hay que tener en cuenta que si perdemos de vista el horizonte escatológico jamás encontraremos explicación o calmante al dolor que padecemos. Lo digo porque es propio del dolor humano el nublar los horizontes, al rebajarlo a lo inmediato. Cuando te encuentras bien abres los ojos ves lejos y te entusiasmas con el futuro, pero al llegar el dolor y te flagela, las pupilas se te cierran y cada vez verás menos.
Piensen ustedes en el dolor y la humillación de Job al perder todo; es parecido a lo que nos sucede cuando una familia queda desecha por un accidente. Ese dolor nos cierra los ojos y, por muy cristianos que seamos, la vida se vacía de sentido. Esto es propio del dolor humano. Si fuera al revés, si el dolor nos hiciera reaccionar y siguiéramos viendo nuestro horizonte, el dolor tendría sentido. Esto hay que saberlo, y deberíamos preguntarnos por qué no reaccionamos psicológicamente así, sino justamente al revés, cuanto más sufrimos más nos recluimos en el campo del sufrimiento. Es como cuando un ejército se repliega ante el ataque furioso del enemigo, los soldados dispersos caerían uno tras otro. La naturaleza es así, se repliega ante el dolor y se defiende como los soldados en las batallas. Es una reacción psicológica propia de la naturaleza, de lo animal que hay en ella; al replegarse pretende acumular fuerzas para defenderse, y esto causa un dolor espiritual mayor. Pero, si en vez de encogernos, fuéramos capaces de abrimos, y dejáramos que los horizontes dijeran su palabra, entonces el dolor adquiriría sentido.
La mejor solución no es encogerse sino que, mientras curamos la herida, deberíamos mirar hacia adelante y ensanchar los espacios de contemplación, para poder percibir desde ella alguna explicación o, quién sabe, alguna consolación venida de lejos.
El sentido redentor del dolor de Cristo los abre
Por eso digo que empezamos hoy la lección con un horizonte lejano, que es el que nos insinúa San Pablo cuando nos habla del sufrimiento en el contexto de la creación que gime y clama por su liberación. La explicación, la palabra de Dios sobre el dolor -que es Jesucristo- es una palabra de redención. Cristo es el redentor, y el dolor con el que redime es existencial, humano; los animales no padecen en la dimensión humana, evidentemente.
Volvamos a preguntamos: ¿Hay una palabra de revelación sobre el dolor que no sea filosófica, que no sea mero consuelo o resignación, pero que sea liberadora? Los cristianos sabemos que esa palabra es Jesucristo. El Cristo que es hombre y Dios a la vez, en una vida humana como la nuestra y divina porque es Dios. Dios nos ha dicho en Cristo su palabra sobre el dolor sufriéndolo y combatiéndolo en su propia vida.
Además, esa palabra de Cristo, hijo de la misma creación en la que estamos nosotros, tiene una dimensión redentora, re-creadora, porque Cristo no solamente sufrió, sino que bajó a los infiernos del dolor, a las profundidades, "ínfera", según el hermoso testimonio de San Basilio. Y desde allí redime, desde allí llena de luz las profundidades de lo humano. La sangre de Cristo en la cruz no sólo manchó la tierra del Calvario, sino que la taladró hasta su eje para redimir al mundo y la historia. El cogollo de la historia ha sido redimido por el dolor, por la sangre de Cristo, y las profundidades de lo humano han sido ocupadas por Cristo; los agujeros más negros del dolor humano han tenido ya la presencia de Cristo. Cristo ha bajado a los infiernos del dolor y a las soledades devastadas por la muerte, de foma que si te metes en el agujero más negro de la historia de la humanidad, encontrarás a Cristo. Y aún cuando digas que no es posible más negrura, que no hay vuelta atrás, que de ahí es imposible salir, como nos pasa tantas veces ante una traición, un sufrimiento, o algo inexplicable... de ahí ha salido Cristo.
Cristo ha vuelto triunfante de las profundidades del dolor
San Basilio dice que Cristo ha estado en las profundidades de todo dolor y de ellas ha vuelto triunfante, lleno de vida. Esto es fundamental, porque quiere decir que jamás llegarás a un agujero de destrucción donde Cristo no haya estado, y desde el cual no haya vuelto victorioso, para que podamos remontar con la bandera de la victoria en nuestras manos. Ahí ha estado un hombre como nosotros que ha llenado todo de luz y de triunfo. Y esto porque el Dios encarnado se ha colocado en el tiempo de la re-creación, el tiempo de la historia, y se ha enfrentado en la lucha contra el dolor en el seno del hombre que sufre.

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domingo, 7 de abril de 2019

EL HOMBRE Y LO SAGRADO (P. Antonio Oliver Montserrat) Vin Cens


EL HOMBRE Y LO SAGRADO
Hay una nostalgia de los orígenes. Y es incurable, es como si creciera desde los hondos valles del alma la niebla de una morriña infinita de paisajes que son nuestros, en los que hemos vivido, pero a los que ya no podemos volver. La puerta está definitivamente tapiada. Tal es la grandeza del hombre: que es dueño y señor de territorios que no posee, que son más suyos que los que posee. Hay quien no tiene más tierras que las que posee; eso es negar la realidad de lo sacro. Hay quien está convencido de que, más allá de lo que posee, hay continentes interminables que son más suyos que los que posee. En ese caso, los que posee son la ventana por la cual se le va la morriña hacia lo; que no posee: Ha nacido en el hombre el sentimiento de lo sacro: sacro significa que lo que posee es profecía y símbolo de lo que no posee, y que lo que no se posee es más de uno que lo que uno posee.
Es lástima grande que no dispongamos, después de siglos, de un término más preciso que el de "religión" para expresar la experiencia de lo sacro. Y lo peor es que "religión" no es precisamente lo que dicen que es las "religiones" de la tierra que pretenden acaparar la "religión". Con su esfuerzo han desvirtuado la palabra. Religión es un pájaro de vuelos inalcanzables. El que dice que lo ha capturado, lo ha matado. Pero la palabra es todavía útil, si la devolvemos al original nacedero: La experiencia sobrecogida del hombre abierto de par en par al mundo incontaminado de los orígenes, a los que siempre es preciso volver. El hombre que en nosotros nos llega de paraísos perdidos, más nuestros que los desiertos que, de espaldas a la naturaleza, nos fabricamos para morir presos en ellos. Tal es el hombre de la "religión".
Religión no dice, pues, creencia en dioses o en espíritus o en ángeles o en demonios, se refiere sencillamente a la experiencia de lo sagrado. Y la experiencia de lo sagrado forma parte del ser del hombre, que lo es mucho más allá de lo que está siendo. Es la relación y parentesco con la realidad y la totalidad. Rodeado de infinidad de cosas que le solicitan y que le distraen, el hombre sabe y descubre que, más allá de todas ellas y más allá de sí mismo, hay y late un sentido de todo: que el mundo y el que hacer humano no es caótico y deforme; que hubo un día, y que volverá ese día, en que él estuvo en contacto con las fuentes de la realidad e intuyó la inmensa sonrisa de las cosas que, todas, eran suyas.
Desde entonces, los hijos del hombre tienen una incurable nostalgia creciéndoles por los valles del ser. Es lo que, desde siempre, el hombre ha llamado religión.

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jueves, 4 de abril de 2019

REPERCUSIÓN DE LA MUERTE DE CRISTO EN EL HOMBRE (P. Antonio Oliver Montserrat) Vin Cens

REPERCUSIÓN DE LA MUERTE DE CRISTO EN EL HOMBRE
Cristo, el que nace, vive, padece y muere es una sola realidad, una sola persona; esto quiere decir que cuando el hombre Jesús padece, Dios padece en él, y cuando yo padezco, Dios padece en mí; lo más divino de mí está padeciendo. Es decir, que el dolor sucede en mí en lo que tengo de Dios, no en lo que tengo de hombre. Y a lo mejor la alegría sucede en mí en lo que tengo de hombre y no en lo que tengo de Dios. Con lo cual estoy diciendo que el hombre que no padeciera no habría llegado a la presencia total de Dios en sí; y que si el hombre no muriera, Dios no se produciría en totalidad en el hombre. De hecho, la teología cristiana siempre nos ha dicho que morirse es entrar para siempre en Dios, o que Dios entra para siempre en mí; yo acabo de ser el que he de ser, divino, para siempre, en la muerte. Con ello estamos diciendo que la pasión y muerte de Jesús no son principalmente para redimir el pecado, sino la palabra de Dios sobre el hombre.
El dolor y la muerte: puerta de salvación
Notemos bien que Cristo dijo: "Lo que hagáis a mis pequeños a mí me lo hacéis". Esto es un misterio; ni yo lo sé ni lo sabe nadie, pero cuando yo me muero y todo lo mío pasa a Dios, no sé en qué profundidades misteriosas, yo no muero sin que Dios esté conmigo en ese momento. Por eso Jesús, en el momento de morir, se sobresaltó cuando sintió que Dios se le iba. Esto fue una sorpresa a la que Dios quiso someterle y que provocó en Jesús la exclamación: "¡Padre!, ¿por qué me has abandonado, como diciendo: -Ahora, cuando más necesito a Dios, parece que Dios se ausenta. El sentimiento terrible de que Dios se va, prueba por la cual pasó Jesús y por la cual pasan ciertas personas, no precisamente ateas, puede sucederle a cualquiera.
Aquí hay que recordar que por algo los griegos, que pensaban tan profundamente estas cosas hace 1.600 años, pusieron en el credo esa expresión de que "Cristo bajó a los infiernos". No es que Cristo bajara al infierno, sino a las profundidades misteriosas de lo humano: la muerte. Noten bien que lo que voy a decir ahora vale igual para Cristo que para nosotros. Cristo es la palabra a nuestro dolor y a nuestra muerte. Según San Basilio, el gran pensador griego de la capadocia, dice que cuando Cristo muere su sangre gotea no sólo sobre la piedra del calvario, sino que "las gotas de la sangre de Cristo taladran la tierra y alcanzan su mismo eje".
O sea, que la muerte de Jesús le condujo, para redimirnos a todos, a las profundidades de la existencia. Pero no creas que solo llega ahí; esa sangre alcanza las profundidades incalculables del cosmos entero, el hermoso cosmos de los griegos, así como también las profundidades de todas las cosas, incluidas las negras. Es decir, la muerte de Jesús significa mi muerte, y ésta es de tal categoría que hace que mi ser alcance las profundidades de toda la historia y de toda geografía. Cristo, que es Alfa, también es Omega. La muerte tiene sentido redentor. Ya no hay muerte sin que el cosmos entero, las estrellas que están a millones de años luz de nosotros, se sacudan y se conmuevan y de alguna forma entren a formar parte de mi gloria y de mi gracia en la eternidad.
Con su muerte, Cristo alcanzó las profundidades del dolor; a partir de hoy jamás el hombre experimentará un dolor tan profundo y tan negro que en él no encuentre a Cristo, porque ya estuvo allí. Jamás el hombre experimentará la desolación de las amistades que traicionan y se van, sin que se dé cuenta de que en la traición más profunda y negra estuvo ya presente Cristo en su pasión y muerte. Y jamás el hombre experimentará una muerte tan atroz, tan negra y tan desamparada que, una vez en ella, no encuentre al Cristo redentor que ya estuvo allí.
Lo humano vencedor de la muerte
Y por fin, dice San Basilio, no creas que cuando Cristo alcanza el eje de la tierra se queda en él. Cristo ha retornado vencedor, glorioso e inmortal de esas profundidades. Así que cuando sientas el desamparo y apures las hieles de la soledad más negra y funesta, has de saber, no sólo que Cristo estuvo allí, sino que desde allí volvió vencedor. No hay camino, negrura o pozo en esta vida que no tenga retorno, un retorno que nos conduce a la eternidad. He aquí cómo San Basilio ve la figura de Cristo como solución y redención para todos nosotros. La única manera de llegar a esas profundidades inaccesibles es a través de la muerte que se abre a un más allá sin fin.
Para concluir: Jesús es, con su vida, la palabra definitiva sobre nuestra propia vida. Gracias a Dios sabemos que todo lo que soñamos, anhelamos y deseamos a tientas y en tinieblas, un día será verdad, porque Cristo pasó por ello. Gracias a Jesús sabemos que el dolor y la muerte son las puertas que Dios ha puesto al hombre para la fabricación y la salvación de sí mismo. Si entendemos así la Pascua todos los rincones de lo humano se llenan de primavera y los pajaritos se ponen a cantar por todas las esquinas. Jesús está aquí en nuestra vida como si viniera de lejos, cargado de palabras y como si nos acompañara, hasta el fin, cargado de promesas.

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EL ÉXITO DEL FRACASO (P. Antonio Oliver Montserrat) Vin Cens

EL ÉXITO DEL FRACASO
La conclusión que Jesús ha sacado de su paso por la Tierra y de la experiencia del mal es tan sorprendente como sobrecogedora, recogida por el P. Rahner. Después que Cristo pasó por todos los hoyos profundos del mal y experimentó lo que es la enemistad y la traición en Judas, lo que es la desbandada de los amigos, lo que es el fracaso de una vida entera, lo que es el desdoro de una misión, de una predicación, lo que es el triunfo de los enemigos y lo que es el abandono de Dios, después de estos pozos negros y profundos, lo que hace Cristo es pronunciar una palabra tremendamente experiencial: "Abbá", -"Padre mío". Ha descubierto que Dios es su padre.
Digamos pues, que sólo los que han tocado con su mano o con su vida las profundidades del mal, saben Io que significa decir que Dios no es Dios, ni el juez, ni nada, sino Padre. Para llegar a llamar a Dios Padre se ha tenido que experimentar el mal en carne viva. Péguy, que pensaba bien, solía decir: "sólo el pecador está autorizado para hablar de Dios". Esto es típicamente cristiano. El que ha estado entre los enemigos, en las fronteras del mal, cuando vuelve puede hablar de Dios; los que siempre han estado en el bien y no conocen el mal no pueden hablar de Dios. Cristo lo sabía tan perfectamente que llegó a decir: "Cuando os persigan y os maldigan en nombre mío, alegraos y exultad, que vuestro nombre está en el cielo". Es decir, cuando el mal se ensañe con vosotros, debéis cantar porque el triunfo está al alcance de la mano.
Por tanto, la experiencia del mal: daño más daño, dolor más dolor, fracaso más fracaso lleva al éxito; en cambio, triunfo más triunfo forma un conjunto vacío, no conduce a nada. Desde esas profundidades hay que preguntarse: -¿Entonces, en qué quedamos?, ¿el bien no es bueno, y el mal resulta ser siempre un bien? Esto es lo que quiero decir, y hay que cambiar el paradigma, y es Io que dice San Pablo en la carta a los Romanos, 8,18 y en la carta a los Corintios, 4, 7-11; 5,1-8.
Los textos dicen así: ¡Sostengo que los sufrimientos de este tiempo presente son cosa de nada...", -mira si es cristiano San Pablo que no niega que haya sufrimientos- "...comparados con la gloria que va a revelarse en nosotros" (Rom. 8118). Hasta aquí no ha dicho nada, sólo una pequeña vivencia: los sufrimientos de esta vida presente no son nada comparados con el bien que nos espera. Primera afirmación. "De hecho, la humanidad, -lo humano- otea impaciente, aguardando que se le revele el ser hijos de Dios". Somos hijos de Dios, pero aún no sabemos lo que significa. Viendo que esta carne es un lugar de la revelación de Dios en su lucha contra el mal, estamos impacientes y nos preguntamos: ¿pero cuándo llegaremos a saber quién somos de verdad?
Dios lucha contra el mal en nosotros, no en palestras filosóficas o teológicas, sino en la existencia de cada uno. "Porque aun sometida al fracaso, -supongamos que la aventura humana fracasara-, esta misma humanidad abriga una esperanza que se ve liberada de la esclavitud a la decadencia". Estamos encadenados a la decadencia, -lo decía también Henry Levi- para alcanzar la libertad y la gloria de los hijos de Dios. Aquí ya ha dado un paso más San Pablo: el estar encadenados al dolor que nos come es un camino para alcanzar la libertad y la gloria de los hijos de Dios. O sea, que alcanzaremos la gloria de los hijos de Dios gracias a haber estado condenados a la decadencia. Yo estoy condenado a ver que mi cuerpo se desmorona día a día, año a año, y al final acaba en el fracaso de la fosa. Pues aquí es donde vencerás al mal y donde sabrás lo que es ser hijo de Dios. Si alguien te evitara el mal de envejecer, de la decadencia, no descubrirías tu dignidad. ¿El mal que padecemos y sufrimos en esta vida es mal o es bien?
"Sabemos que hasta el presente, la humanidad entera sigue lanzando un gemido universal de dolor de parto". Estamos engendrando no un ser diferente, sino a nosotros mismos desde el dolor. Y así como no hay parto sin dolor (aunque dicen que lo hay), este parto de uno mismo, -somos tarea de nosotros mismos-, se hace siempre con dolor, y si no hay dolor no hay parto. El gran murmullo que sube de las olas de la humanidad, que fue, que es y que será, es un gran murmullo de dolor de parto; incluso nosotros, los que poseemos las primicias del espíritu -se refiere a los cristianos-, los que sabemos estas cosas por revelación del espíritu, gemimos en lo íntimo a la espera de la plena condición de los hijos de Dios, es decir, del rescate de nuestro ser. Nuestro ser está esclavizado y se rescata con las cadenas de este desmoronamiento progresivo o esta corrosión constante, que es la vida. "Pues con esta esperanza nos salvaron". Ya tenemos, pues, que la humanidad sufre, porque se engendra a sí misma y porque sólo desde el dolor vamos descubriendo cuál es la verdadera dignidad de los hijos de Dios.
La fuerza de Dios en nosotros
En la 2ª carta a los Corintios, capítulo 40, versículos 7-11 y 16-17, dice San Pablo: "Este tesoro... -el de nuestra filiación divina- lo llevamos en vasija de barro... -esta maravilla de ser hijos de Dios, que se nos revelará, la llevamos metida en un vaso de barro que se va rompiendo, y como le toque un poco de agua se deshace- ...es nuestro cuerpo mortal". La carne es un vaso de barro y el agua, la erosión, se lo va comiendo, como pasto del dolor, "para que se vea que esta fuerza tan extraordinaria -la de enfrentamos con el mal- es de Dios y no de nosotros".
Y añade algo que parece propio de los primeros siglos, pero también nos pertenece a los cristianos de hoy: "Nos aprietan por todos lados", -he aquí el dolor-, pero no llegan a aplastarnos, -he aquí el triunfo-; gestamos apurados,-el dolor- pero no desesperados; estamos acosados" -dolor-, "pero no abandonados", -esperanza; "nos derriban, pero no nos rematan, llevamos continuamente en nuestro cuerpo el suplicio de la vida de Jesús, para que también su vida sea transparente en nuestro cuerpo". Sólo el que ha sufrido es transparente: ''...a nosotros, que tenemos la vida, continuamente nos entregan a la muerte. No nos acobardamos, no, porque aunque lo exterior va decayendo, lo interior se renueva cada día". ¿Ven cómo en el centro del dolor el exterior va decayendo? Como la bujía en una lámpara, la luz aumenta en el interior. Luego el dolor es una presencia y una revelación de Dios que hace que tú crezcas por dentro del dolor, aunque lo exterior vaya decayendo cada día.
En la carta a los Romanos, capítulo 8, que he citado antes podemos ver cómo nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos producirán una riqueza eterna, una gloria que las sobrepasa desmesuradamente... si no ponemos la mirada en lo que se ve, sino en lo que no se ve. "Una esperanza que ya se ve no es esperanza; pues si ya lo ve uno ¿a qué esperado?" (v.24). Lo que se ve es el dolor, Io que no se ve es lo que se revela en el dolor, porque lo que se ve es transitorio y lo que no se ve es eterno. Lo que sabemos los cristianos es que si nuestro albergue terrestre, esta tienda de campaña que es la carne -esto es helenismo- se derrumba, tenemos un edificio hecho por Dios, un albergue en el cielo, no construido por hombres. Y por eso suspiramos y gemimos, como dice San Pablo, con el anhelo de vestirnos la morada que viene del cielo, y creemos que al quitarnos ésta -dolor- no quedaremos desnudos. Esto Io hace el sufrimiento: que lo mortal se vuelva inmortal, se hace en el dolor del parto de lo mortal sobre lo inmortal.
Sabiendo, como digo, que todo cuanto he expuesto no cura a nadie de las embestidas del dolor, del sufrimiento y del mal, pero sí que pone al cristiano en una tesitura especial: hay que enfrentarse con el mal, no basta con aceptarlo resignadamente. Al enfrentarse con el mal, Dios se revela siempre. Más aún, cuanto más profundo sea el mal, cuando más dolor produzca, más se revela Dios; cuanto mayor es el dolor del parto, mejor es lo que engendramos, que es el ser de cada uno de nosotros. Cuando el mal llega al extremo de hacemos creer que perdemos la lucha en él, es cuando le vencemos. La muerte de Cristo es la gran victoria de la carne humana sobre la mortalidad. Esto mortal que arrastramos está engendrando, en dolor, lo inmortal que esperamos.

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EL SUFRIMIENTO (P. Antonio Oliver Montserrat) Vin Cens

EL SUFRIMIENTO
El sufrimiento es un misterio. Pero misterio de la presencia de Dios, no de su ausencia.
"Dichosos los que sufren, porque ellos serán consolados", sólo puede afirmarse cuando se ha luchado contra el mal hasta la frontera, y en la lucha se ha descubierto, por experiencia, que el sufrimiento puede ser el nacedero de una bienaventuranza. Apurando la idea, tan propia de Jesús, hay que decir que la actitud cristiana ante el dolor no es la ascesis (hay que soportar el mal; desgraciadamente me ha tocado a mí), es el amor: Dios está aquí llamando a la puerta y ofreciéndome una oportunidad irrepetible.
El símbolo del sufrimiento es la cruz: en la cruz algo muere (a veces una vida entera), pero a la vez la cruz es la cuna para un nuevo nacimiento (a menudo una total resurrección).
Un acto de amor y la visión en el amor parte de una opción de fe: ''No lo entiendo, pero sé que lo que me pasa tiene sentido y que Dios está en ello, y que ello es una presencia de amor de Dios".
Prescindiendo del hecho de que el hombre, por su irresponsabilidad o por su malicia, es muy a menudo el responsable de sus desgracias, no es cristiano partir del principio de que el dolor es un castigo. Ante la desgracia de un ciego, preguntan los discípulos muy seguros: "¿De quién es la culpa -de él o de sus padres- que éste haya nacido ciego?''. Y Jesús corta tajante: "La culpa no es de él ni de sus padres. Es para que en él se manifieste la gloria de Dios". La ceguera era en aquel caso un indicador de la presencia de Dios. Es un misterio, pero misterio de amor.
No es por una triste fatalidad por lo que se sufre, es por amor. Resignarse ante el sufrimiento, o pasarlo como mejor se pueda, no es la actitud acertada ni la que Dios quiere. La actitud cristiana es colocarse de rodillas ante el misterio de Dios que se hace presente y se acerca a la vida de uno, de una manera confiada y esperanzada y entender que está a punto de producirse un milagro. Un milagro que, ante una actitud encogida y resignada, no puede producirse.
Y el milagro es doble:
- A nivel personal: En la tarea de construirse, que es el sentido de la vida del hombre, cooperan, enlazados y dándose la mano, el sufrimiento y la felicidad, el llanto y el gozo, la prosperidad y la adversidad, la vida y la muerte. No hay desgracia, más que la desgracia de no saber aceptar la gracia. La adversidad construye sólidamente. Con solo la felicidad no nos sería posible construirnos. Lo que llamamos o estimamos una desgracia puede constituir la mayor gracia de la vida. Sin lo que hemos sufrido no seríamos lo que somos. Y, rehusando sistemáticamente el sufrimiento, nunca seremos lo que gloriosamente estamos llamados a ser. Sufrir es una oportunidad de crecimiento personal.
- A nivel social: La actitud cristiana y vital ante el dolor, además de cooperar al crecimiento de la persona, forma parte viva y vital de la lucha contra el mal y empuja hacia la victoria final y definitiva. El sufrimiento de Jesús logró ya la victoria sobre el dolor y sobre el mal de nuestra historia. Cada vez que sufriendo nos colocamos a su lado damos un paso hacia la victoria definitiva.
Uno no puede crecer sin empujar hacia el crecimiento y la maduración a toda la humanidad y a la creación entera. El sufrir, no sabe uno -misterio otra vez- qué males ni qué dolores alivia. Más allá de distancias en el tiempo o en el espacio, el dolor sufrido en la esperanza y en el amor es una fuerza primaveral que se desparrama y extiendo por todos los tiempos y por todos los espacios de la historia del hombre y de las cosas. "El hombre y la creación sufren y gimen queriendo ser liberados, mientras engendran una dimensión nueva e insospechada del hombre y de las cosas". Cada vez que con amor se sufre, una ola nueva de gracia recorre el tejido del hombre y de la creación, renovando su sangre y aligerando su caminar hacia la resurrección.
Hay una "comunión de lo santo". Y en ella todo es común. Y todo se reparte como el pan en la mesa familiar y como la vida en la Eucaristía. Uno no puede lanzar un verso a la esperanza, sin que la esperanza se haga presente en un corazón. Lo mismo que uno "no puede tener un buen deseo sin que en algún lugar de la tierra florezca una flor". Y uno no puede adentrarse con amor en el territorio desgarrador de un devastador sufrimiento, sin que en algún rincón ignoto de la historia crezca un palmo más el hombre nuevo.
Nunca sabremos -se necesita la eternidad para descubrirlo- qué maravillas hemos creado al sufrir, ni a qué lejanías hemos alcanzado con nuestros milagros, bendicen y bendecirán, sin conocernos, nuestro nombre, al sentir crecer y subir desde secretas profundidades una ola de felicidad y amor que les enseñará a cantar y a esperar. Y será el milagro del gozo de nuestro sufrimiento. ''Bienaventurados -no desgraciados- los que sufren".

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