¡NAVIDAD!
Aquella noche Dios llegó a la posada del tiempo. No hacía ruido, no despertó a nadie. Pero en aquel instante despertaron todas las cosas en un estremecido despertar: supieron de golpe que estaban salvadas, conocieron que toda la creación está en camino hacia una gloriosa transfiguración. Y las cosas ocuparon cada una su lugar preciso en el mapa del universo. Y, al ocuparlo, les crecía por las esquinas del ser el alborozo de las primeras auroras y el vuelo gozoso de las primeras bandadas de jilgueros. De golpe, sin saberlo, compusieron el paisaje; y fue un paisaje exacto y preciso: cada cosa en su lugar, tejiendo la rosa de una danza de formas, de colores, de sonoridades. El aire era limpio y jugaban en él las estrellas: la tierra era azul y amable como un sueño de niño.
Y sintieron las cosas que acababan de llegar a sí mismas.
Aquella noche, en el silencio, le dijo Dios al hombre su palabra definitiva. Y su palabra fue la carne ilusionada de un niño recién nacido. Y en aquel instante supo el hombre que su largo caminar tenía una meta. Peregrino de tantos siglos de historia, de luces y de sombras, supo que había llegado y que el torrente de las aguas de más allá de los horizontes le crecía y le crecía en las profundas bodegas. Y se le compuso también el paisaje del alma y sintió que se le enredaba por la sangre una desconocida alegría. La suya, que él aún no conocía. Y supo para siempre una canción que florece en sus pisadas de peregrino: ''El hombre es siempre un niño caminando hacia Dios; Dios es la meta del hombre: El infinito es su dimensión''.
Desde ahora toda esperanza es posible, y la realidad, al final, superará toda esperanza. Nuestra historia es una procesión de peregrinos que, al darse las manos, forman un coro y lanzan al viento el himno del universo; un universo libre de cadenas navegando en los mares de Dios. Dios está en nosotros; lo divino en lo humano ha sido sembrado. El río del tiempo alcanza ya la eternidad.
Aquella noche no estaban allí los poderosos, ni los sabios, ni los gobernantes, ni los opulentos. Ellos estaban en sus palacios, encerrados en la soledad de su pequeñez. Sus ventanas nunca se abrían hacia el misterio y la maravilla. Junto al esplendor del milagro, aquella noche, estaban sin embargo todos tos pequeños de la historia humana. Sus ojos, limpios y soñadores, de niño, vieron cómo racimos de ángeles colgados de una estrella cantaban una paz que se derramaba por los rincones de nuestra tierra. Una paz que juntaba y unía los extremos: el cielo y la tierra, lo finito y lo infinito, el tiempo y la eternidad, Dios y el hombre. Por una brecha entre las galaxias, el cielo se derramaba en cataratas sobre la tierra sorprendida y feliz.
Y aquella noche, entre las tiendas del hombre, beduino del desierto y del mar, el aire nuevo, jugando al escondite, estrenaba una canción que ya se saben para siempre los vientos del mundo (si sales de tu tienda, una noche de estrellas, le sentirás acercarse, sonoro y alegre, danzando en la brisa, y te reirá y te cantará por todas las esquinas de tu vida y de tu ilusión): Dios ha llegado a nuestro tiempo y a nuestra casa; Dios ha llegado a nuestro esfuerzo y a nuestra ilusión; Dios ha llegado a nuestra vida y a nuestro amor; Dios es más nuestro que nosotros mismos. Dios es este niño.
El niño es la dimensión del hombre; la infancia es su edad. Las estrellas y la brisa y el arco iris están aquí para que te hagas con ellos con ojos de niño; ellos pueden ver a Dios. El tiempo corre y pasa para que con ellos llegues a la infancia, que es la única forma de ser hombre de verdad. El cielo corretea por nuestra tierra, a fin de que aprendamos que nuestro caminar por la vida va en su dirección justa si en nuestros pasos se enredan la danza y la fiesta y el gozo. El niño ilusionado que somos es Dios que ya nos crece por dentro. Los ojos del niño que somos adivinan ya, y aciertan, que toda la creación son unas manos levantadas hacia el infinito y que toda la tierra es una larga oración empeñada en emprender el vuelo hacia otros horizontes. Y la carne estremecida del niño que somos es un nido de sueños, una canción comenzada, un tejido de primaveras, un coloquio de amores, una fuentecilla que nace a ser risa, una ilusión sin fin tendiendo las manos de niño hacia edades futuras que nos harán cada vez más niños y más limpios, artesanos de aquella patria que comienza en esta nuestra, sembradores de semilla de aquella cosecha esperada que crece en nuestros surcos.
Abre tu ventana, hermano mío; ponte tus ojos de niño, pastor de mis praderas; despierta en tus manos la infancia, compañero de camino y mira:
Fue aquella noche la que encendió todo este día;
fue aquel silencio el que esparció estas canciones;
fue aquel niño quien hizo hombre al hombre;
fue aquella infancia la que llenó de sentido la historia;
fue aquel milagro el que convirtió en milagro nuestra vida;
fue aquella sorpresa la que puso sorpresas en cada esquina; fue aquella madre la que nos dijo que Dios es engendrado cuando engendramos;
fue aquel José quien nos dijo que cuando Dios llega hay que arrodillar el alma y el gesto;
fue aquel portal improvisado el que cantó, a nuestro oído, que el cielo entero puede alojarse en cualquier recodo;
y fue la mula y el buey quienes predicaron que a la alegría del hombre toda la creación queda convocada;
y fue todo aquel racimo de ángeles sembrando la paz el que nos aclaró de quienes somos hermanos cuando somos niños; y fueron aquellos pastores, zamarra al hombro, los que nos mostraron a dónde nos llevan los pies cuando caminamos;
y fueron aquellos magos andariegos quienes con el dedo tieso sobre el lomo del camello nos indicaron que el camino está entre las estrellas;
y fue la ausencia de los poderosos la que demostró que el futuro del hombre pasa por aquel pobre que tiende la mano y mendiga, por aquel niño que tiembla y que sueña, por aquel peregrino que presiente la meta, por aquel menesteroso de Dios, que soy yo.
fue aquel silencio el que esparció estas canciones;
fue aquel niño quien hizo hombre al hombre;
fue aquella infancia la que llenó de sentido la historia;
fue aquel milagro el que convirtió en milagro nuestra vida;
fue aquella sorpresa la que puso sorpresas en cada esquina; fue aquella madre la que nos dijo que Dios es engendrado cuando engendramos;
fue aquel José quien nos dijo que cuando Dios llega hay que arrodillar el alma y el gesto;
fue aquel portal improvisado el que cantó, a nuestro oído, que el cielo entero puede alojarse en cualquier recodo;
y fue la mula y el buey quienes predicaron que a la alegría del hombre toda la creación queda convocada;
y fue todo aquel racimo de ángeles sembrando la paz el que nos aclaró de quienes somos hermanos cuando somos niños; y fueron aquellos pastores, zamarra al hombro, los que nos mostraron a dónde nos llevan los pies cuando caminamos;
y fueron aquellos magos andariegos quienes con el dedo tieso sobre el lomo del camello nos indicaron que el camino está entre las estrellas;
y fue la ausencia de los poderosos la que demostró que el futuro del hombre pasa por aquel pobre que tiende la mano y mendiga, por aquel niño que tiembla y que sueña, por aquel peregrino que presiente la meta, por aquel menesteroso de Dios, que soy yo.
Aquella noche, amigo mío, fue la Navidad. La primera de todas aquellas navidades en las que este niño que es el hombre, al tocarse la carne, se encontró con Dios: que la vida se estrena cada día, que el amor comienza siempre, que el hombre es siempre nuevo, que cada día es Navidad.
Antonio Oliver Montserrat
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